lunes, enero 15

Lo que duele a todos



“Así, Yahveh los dispersó de allí sobre la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se llamó Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie.”
Génesis 11: 1-9



Babel es el título del tercer acto de la sinfonía compuesta por el guionista Guillermo Arriaga y el director Alejandro González Iñárritu sobre nosotros, los humanos pobladores del mundo. Después de rodar Amores Perros (2000), ópera prima que le dio crédito en Sunset Bulevard para cambiar a Goya Toledo por Naomi Watts, y 21 gramos (21 Grammes, 2003), el dúo Iñárritu-Arriaga finiquitan la trilogía con esta nueva entrega de la misma fórmula que aplicaron a las otras dos: heterogéneas narraciones dentro de una misma película, que comparten o que se desencadenan a partir de un mismo incidente.


La trama de la película (que me impusieron ver) entronca con el viejo concepto de la torre de Babel en su visión más contemporánea. Abunda en las implicaciones y problemáticas que podemos reconocer en los telediarios o en las oscuras calles de nuestras ciudades. Esto es, los prejuicios raciales, las tipificaciones equívocas, los malentendidos, las oportunidades quebradas y todas esas fronteras que los bípedos con sentimientos erigimos a nuestros alrededor y que no sirven más que para separarnos y no ver el tendedero del de enfrente. Babel es la reflexión de cómo las diferencias culturales, formativas, físicas e idiomáticas son un castillo de naipes que se desvanece ante la racha de aire que genera cualquier dificultad, porque atención, son más importantes las semejanzas entre los hombres, que sus diferencias. Es muy posible que lo que le haga feliz a un marroquí sea distinto que lo que le hace feliz a una japonesa, y diferente a una mexicana, y desde luego no es lo mismo que lo que le hace estar dichoso a un yanqui. Sin embargo, el denominador común de todos ellos es que padecen de la misma forma el malestar, la angustia y los problemas. En la mueca de los retortijones de tripa somos todos más parecidos. En la peli empiezan hablando de las diferencias que separan a los seres humanos, pero en realidad de lo que se habla es de lo que nos une: la insolidaridad, la incomunicación, la angustia, el dolor. En estas coordenadas ya nos parecemos más (por eso París Hilton o Zaplana parecen extraterrestres).


Para que nos lo creamos mejor, el negro (que es el alias de Iñárritu) nos contextualiza la historia en un ambicioso rodaje ambientado en tres continentes y con un reparto multilingüe para contrastar más las diferencias. Pero Babel no es un viaje externo por el mundo de la pepsicola, en realidad es un viaje interno que nos conduce al tuétano de los huesos del humano. Un choque en el que confluyen varios puntos de vista diferentes que acaban de transformar la perspectiva del espectador, puesto que parte de unas premisas que se insinúan y después se amplían, no sólo con el paso del metraje, también con el transcurso de las horas. Es una película que indaga en lo personal de manera fundamental, aunque tangencialmente también en lo político.
La película está rodada con una técnica impecable que se encaja como un Lego gracias a un montaje sensacional. No en vano se encarga de ello Stephen Mirrione (Traffic, 2000, la saga Ocean’s… al completo, Buenas noche, buena suerte, Good night and good luck, 2005) que cose con aguja de plata las cuatro historias que proponen los mexicanos con una coherencia admirable. Sin embargo, me da que la receta Iñárritu con su reiterada utilización, se está comenzando a agotar. Otra vez lo mismo ya nos lo conocemos, y eso resta la frescura que apuntó en sus comienzos (seguro que el maldito Hollywood, siempre empeñado en vender camisetas, tiene algo que ver).




En cuanto al reparto, está formado por tres actores glamorosos y un puñado de intérpretes no profesionales. Aunque sea por lo novedoso, me quedo con los debutantes. El morito protagonista, Adriana Barraza y Rinko Kikuchi están muy por encima de los actores famosos que enseñan sus morritos y ponen sus posturitas. Mitad por sus papeles, bastante más interesantes y atrayentes, mitad porque nos aburrimos de ver siempre a las mismas caras. (A Cate Blanchet, eso sí, le invitaría a una copa sólo para gozar de su mirada transparente y de su aspecto delicado).


Lo mejor: como silban las balas de los niños por las gargantas grises de pastura magrebí. La tarde del jueves por las calles de Tokio a base de éxtasis y whisky de malta. Los trajes de colegialas japonesas. Que la entrada al paraíso de Tijuana sea de verdad tan sencilla. Las bocas desdentadas de los niños rubitos de San Diego, cuando demuestran a su nana que se han cepillado los dientes. El lengüetazo lascivo al dentista. El hachís del Magreb. Girar una gallina como un peón para luego decapitarla con un golpe de muñeca.



Lo peor: Brad Pis, o… ¿era David Beckham? Viéndolos nunca sé quién ha protagonizado el Club de la lucha, quién ha hecho el anuncio de Caguen Klein, quién centra pases con rosca templados al área chica, quién ha dado su apellido a los nietos de John Voight. El excesivo metraje del filme (horario semanal de 30 horas y pelis de noventa minutos, por favor). Algunas partes un poco forzadas del guión. Que la reina de los elfos pida una coca light en el desierto.



El dato: Alejandro González Iñárritu (espero que gane algún premio en yanquilandia para ver como pronuncian su apellido) comenzó su carrera dirigiendo un cortometraje para Televisa cuyo protagonista era… Miguel Bosé. (Seré tu amante bandido, bandido…), y participó junto con Win Wenders y Ken Loach en el proyecto dedicado a explicar la realidad de los atentados del World Trade Center de Nueva York, 11’09’’01. El protagonista fue Sergi Barjuán, el de la talla de un triángulo que fuera lateral izquierdo del Atlético de Madrid, el Barça y el combinado nacional…
(esto último es broma. Soy un chistoso).

Guillermo T. Coyote