martes, agosto 28

Desde el umbral


Señores, reconozcámoslo, se ha muerto uno de los grandes, independientemente de ideologías o simpatías políticas, el eterno Francisco Umbral. Los cimientos del periodismo patrio se tambalean, así con la broma, en lo que llevamos de verano, se han perdido dos puntales diametralmente opuestos pero igual de significativos de nuestra prensa (Jesús de Polanco y Francisco Umbral, Prisa y El Mundo, empresario y columnista, el gordo y el flaco, el ying y el yang).

Umbral, inconfundible Umbral, todo un personaje que gustaba de serlo. Y por eso cuidaba sus maneras, actitud y presencia. Esa melena al viento, la bufanda compañera inseparable de esa voz cascada, aguardentosa y potente, producto de una existencia cargada de aventuras mundanas pero también del sempiterno vaso de whisky amarrado indefectiblemente a su mano. Mimó hasta el último detalle de su persona pública, imponiéndose un apellido sonoro y simbólico como pocos. Umbral, Paco Umbral, el que lo mira todo desde el límite, siempre a punto de entrar al trapo, pero con la distancia irónica que da el estar al margen, fuera de todos, protegido por tu insolente e insólita mismidad.

Se va como los toreros de tronío, por sorpresa y por la puerta grande, y nos deja a todos los que crecimos viéndole siempre igual, siempre eterno, un poco huérfanos. Una muerte siempre supone una doble pérdida: la ausencia del que parte y la constatación de que nosotros le seguiremos. Por fortuna, los humanos somos veleidosos y de aquí a tres días viviremos de nuevo como si no hubiéramos de morir nunca. O poniéndonos castizos, como le gustaba a Umbral, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Y, tacháaaan, doble fortuna, los humanos también adolecemos del recuerdo, nuestra pequeña artimaña para desafiar incautos y pequeños a la Dulce Dama. Umbral nos lega su gusto por la prosa alambicada y un léxico acerado y culto, pero también nos deja uno de los mejores momentos televisivos de nuestra corta historia. "Yo he venido aquí a hablar de mi libro". Impagable. Quién no la ha utilizado alguna vez para mayor regocijo del público... La democracia tiene esas cosas, rasa por abajo, porque es más fácil, más cómodo y nos permite creernos más instruidos de lo que nunca llegaremos a ser. Así que quizás el populacho soberano no leerá nunca ninguno de sus libros, ni se sabrá de carrerilla todos los premios con los que ha sido galardonado, pero seguro que vislumbrará una sonrisa contagiosa cuando recuerde el memorable minuto televisivo. Y a veces sólo por eso vale la pena haberse paseado por este mundo mortal y rosa.

Inédita