miércoles, marzo 28

Fin de trayecto


Si Stella Adler o Lee Strasberg se hubieran pasado por los teatros españoles en la década de los sesenta a tomar una limonada y ver alguna función de José Luís Alonso, no tendrían dudas sobre cuál sería el actor a reclutar para su selecta academia de Nueva York. Entre todos los cómicos patrios, el señalado hubiera sido, sin duda, Alfredo Landa (Pamplona, 1933). Y se lo hubieran llevado a la gran manzana a pesar de que su apellido encerró durante media década el subgénero más comercial del celuloide, capaz de espantar al más maleable de los cinéfilos: el landismo. O lo que es lo mismo, la comedia hispánica de tintes sexuales explícitos. La palabra -habitualmente pronunciada como quien lanza una sandía a una roca- pretende representar el arquetipo del español medio, más pillo que inteligente, siempre desbordado por un terrible apetito sexual y por unas situaciones estrambóticas de las que sólo pueden dar cuenta algunos malos guionistas y dos o tres productores con gafas de sol oscuras. Landa conoció así un imparable éxito con No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970) que lo condujo por una espiral de playas, paletos y lencería más o menos fina, hasta ser objeto de una constante y tópica explotación durante los primeros años setenta. Estos largometrajes lo convirtieron en un paradigma de lo que se conoce como (citar esta parte con la cara de salido y la entonación de López Vázquez) “que vienen las ale-ma-nas”.


Pero Alfredo Landa es mucho más que Pepe el que se fue a Alemania. El actor Landa se elevó por encima de sus ciento sesenta y seis centímetros con el primer papel relevante fuera de las salas de palomitas, El Puente (Juan Antonio Bardem, 1976), que lo devolvió a la difícil trocha del cine serio. Punto que ratificó con una de sus mejores películas -y del cine español en su conjunto- El crack (José Luís Garci, 1981) donde encarna sobriamente al detective privado Germán Areta -su segundo apellido- “un hombre bañado en soledad, con un bigote tan ancho y tan poblado como la Gran Vía”. Un peliculón tremendo heredero del mejor cine negro americano, pero hecho en Madrid. En una ciudad gris y áspera, insólitamente fotografiada, a la que Landa le incrementa esa atmósfera moral y estética del género. Lo que Edward G. Robinson es a Cayo Largo (John Huston, 1948). El actor de coña se transforma así en un tipo tan duro que hasta el propio Rick de Casablanca le hubiera cedido el paso al entrar en la puerta giratoria del saloon.


Y luego le acompañaron muchos papeles (más de cien sólo en cine), algunos de ellos inolvidables, con los mejores directores españoles. Atraco a las tres (José María Forqué, 1962); La vaquilla (Luís García Berlanga, 1984); Don Quijote (Manuel Gutiérrez Aragón, 1991); La marrana (José Luís Cuerda, 1992); la imprescindible El bosque animado (José Luís Cuerda, 1987) donde Alfredo toma cuerpo en el bandido Fendetestas, uno de los personajes más entrañables que he visto en una sala de cine, o Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), cuyo papel como Paco el campesino le vale el premio al mejor actor en Cannes, y una de sus interpretaciones más redondas.


Con Landa se nos va nuestro mejor De Niro, uno de los pocos intérpretes con carácter que merece un lugar privilegiado en la platea de la historia del cine español. Dijo que se marchaba la semana pasada, durante el festival de cine de Málaga, después de cuatro minutos de aplausos. Avisó que aunque Steven Spielberg o Martin Scorsese le pidieran volver, a él se la iba a sudar. Prefería una partida de mus a la alfombra roja de los estrenos. No pensaba cambiar el camerino por el paseo con su nieto.

Aprovecho estas líneas para dirigir el mismo mensaje a los editores de New Yorker y Vanity fair: como decía el poeta, de las dos majas de Goya, me quedo con la misma que Alfredo. Que no se molesten. Que prefiero mi (por lo visto) poco aristocrático suburbio de Beijing, al ambarino sol de California.

¡Au revoir!, don Alfredo.



Guillermo T. Coyote