domingo, marzo 25

La colegiala





A ratos, cuando el atletismo se nos representa como una labor áspera donde los músculos cuentan tanto como las centésimas, la pista roja es el territorio señalado para que los mulos compitan con las abejas. Nadie ha descubierto mejor sistema para dominar las piernas que el de introducirlas miles de kilómetros, y en esa necesidad de correr y correr, la velocidad siempre es el resultado que se extrae de una discrepancia entre el tiempo y la constancia. Este ecosistema, que se da entre el viento helado, o bajo del aire suspendido de un pabellón, está habitado por gentes condenadas a entenderse de dos únicas maneras posibles: con astucia o con bíceps.
En este entorno era previsible que los técnicos actuales pusieran algunas objeciones estéticas a la carrera de Mayte Martínez, la colegiala del Zorrilla. Con esa suave carrocería, esos ojos dulces y la carpeta de colores apoyada sobre su pecho, la niña estaba condenada a maniobras tan complejas como tomar apuntes en una clase de ciencias naturales, como los demás estamos condenados a no esperar más sueños que los que nos regala el cinemascope, o el sueño profundo de las noches.

Pero resulta que en el campo abierto, o en el mágico recinto oval del estadio de atletismo, la niña apacible y sonrosada de Castilla se transforma en una gacela. Mientras previsualiza la carrera mentalmente junto a la línea de salida, con el flequillo pegado a la sien derecha, se le dilata el cuerpo de goma, se le crispa el corazón de hierro y, a la postre, se le atiborran los pulmones de una corriente con aroma de laurel. Intercambia, en fin, su indumentaria deportiva por las plumas del avestruz que, caprichosas, van a parar a lugares estratégicos que mejoran el generoso rendimiento del corredor del medio fondo. A saber: unas le van a parar a los brazos, por si tiene que espantar alguna alimaña; otras se le clavan en las articulaciones, engrasándolas con la parafina del viento y, finalmente las últimas, por razones poéticas, van a parar al cielo de sus pies.



Después, la carrera se desarrolla en ochocientos suspiros eternos que no llegan, en el mejor de los casos, a los dos minutos de duración. Aproximadamente el mismo tiempo que los espectadores y aficionados tardamos en olvidar ese mundo de bríos, longitudes y proporciones que es el atletismo. Sobretodo si no se observa, desde el podio, el refulgente destello dorado del éxito.

Para cuando sucede, Mayte se viste de nuevo el anónimo chándal del sacrificio y al lado de Juan Carlos Granado, su hombre de confianza, torna a su fortín en la meseta amarilla y verde, a perseguir caballos, a contar estrellas, a peinar el aire gélido con el elegante forcejeo de su galope…


Capitán Akab