Llovía sobre el terreno de juego sin distinción. El verde del campo, podado antes con cortaúñas, era ahora un cenagal. Los jugadores de los dos conjuntos más que correr, nadaban; para llegar al área contraria era obligatorio el uso de una lancha motora.
En el San Mamés que se veía a través de los pequeños ojos de Javier Clemente siempre se luchaba con una herradura en una mano y un ancla en la otra. Javi, que fue el entrenador que capitaneó la última gabarra rojiblanca surcada por el río Nervión a mediados de los años ochenta, cuando los campos apestaban a abono, ya se lo advirtió a los muchachos en el vestuario: “Sed valientes en los primeros compases del partido. Concentraos en el juego y amarraos los machos. Hoy jugamos en alta mar.” El mister ya se sabía la historia, la había repetido infinidad de veces en su cuaderno de bitácora. Ayer, en el banquillo de los leones, abandonaba su chándal talla pequeña y mutaba una vez más hacia la figura de patrón de navío. El mandatario de turno, constructor, empresario o fabricante de perritos calientes, nuevo jefe de la factoría de Lezama, le había encomendado la renovación del equipo a mediados de la temporada. Clemente ahuyentó a las estrellas que quedaban en el vestuario de Bilbao con su repelente de serie, y reclutó obreros. Dio cancha a tipos más acostumbrados a los martillos que a las portadas del Just Jared. Preparó un equipo para la lucha y dejó la creatividad en las manos de un solo hombre: Fran Yeste, un vasco cuya pierna izquierda es una hiedra salvaje, que hace lo que le apetece.
El Athletic de Bilbao llegaba a la fase final del campeonato con la inercia luchadora que otorgaba el haber remontado el juego desde el último turno de dados: con un buen número de puntos, pero también con un juego aburrido, trabajado y rácano. Clemente había vuelto a sacar petróleo de un glacial. Contaba con un equipo de soldados, sin jerarquías, medido, compensado en todas sus líneas, con dos hombres por puesto motivados hasta el infinito, con un machete entre los dientes y su alma en oferta dispuesta a ser vendida por un saque de esquina más. Los muchachos de Javi, antes de abandonarse en un partido y bajar los brazos, preferirían amputárselos a mordiscos. Para ganar a los de Getxo era necesario el concurso de un médico forense que certificara su derrota. O eso es lo que se propuso Javier Clemente en su tercer regreso como oficiante en La Catedral: llamar la atención de la distraída musa, fruncir el ceño con la severidad de un capataz de obra y balancear el timón buscando buen puerto entre la bruma. Además, ante las cámaras vistió su traje de noche, ese que luce detrás de los micrófonos y habla por los codos…
Capitán Akab
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