Al hombre contemporáneo le interesa él mismo, y a veces, lo que podría ser. De ahí su afición al cine, donde se le proponen muchos destinos cuyas consecuencias recibe sin sufrir magulladuras ni esguinces. El actor dispone, como mucho, de dos horas y media para nacer, sufrir o morir sobre el celuloide. Su arte es fingir. Su reto es interiorizarlo y hacerlo creíble. Sin embargo, de un tiempo a esta parte no sabría decir por qué motivo los actores resultan cada vez más inverosímiles. O quizá sí que podría explicarlo. La excesiva trascendencia de su oficio, la sobrevalorada artificiosidad de sus cuerpos broncíneos y la eficacia de sus agentes los han convertido en gaseosa, en el brillo espurio de una multinacional de la cosmética. Las promociones interminables de las películas, las insípidas entrevistas en los suplementos semanales, los machacones anuncios comerciales o los adulterados premios cinematográficos los están pervirtiendo hasta empobrecerlos. Sus tablas resisten un anuncio para Starbucks pero se pudren si intentan cualquier monólogo del rey Lear. Apenas se los ve lucir la dentadura nívea en algún estreno, patrocinar un apadrinamiento o forzar un escorzo imposible en una revista de moda, se advierte su oquedad. En muchos casos el cabello fosco vale tanto como el talento o la silicona tanto como la competencia. El humo se empaqueta ya convertido en mercancía de venta. Observando a los actores modernos desde el patio de butacas se concluye que, o bien no existe pasión en su trabajo porque no hay lucha en sus vidas, o bien se asume que el abdominal se ha elevado a la categoría de arte.
El contraste de la profesión no hay que buscarlo en el siglo XIX, como sugerirían algunos. Ni tampoco en el país de los Lumiere. Ni siquiera es necesario el condensador de flujo o el Delorean para regresar desde el futuro al dorado Hollywood de los años 40. No. Aquí en España hallamos ejemplos suficientes para dignificar una profesión difícil. Uno es Cómicos (1954), primera película en solitario de Juan Antonio Bardem a partir de apuntes autobiográficos. Un justo homenaje al mundo del teatro y a los actores, sobre todo a los olvidados secundarios huérfanos de gloria. El relato es un ejemplo del estilo del cineasta: comprometido, realista y expresivo, con una agridulce acuarela de personajes y un esquema dramático repleto de personalidad que, en último término, supone una reivindicación solemne de la autosuperación personal.
El segundo ejemplo es Viaje a ninguna parte (1986). Obra maestra del cine europeo que toma como guión la novela homónima de Fernando Fernán-Gómez. Nadie mejor que el maestro para amparar a un colectivo profesional del que orgullosamente se sentía partícipe. Desde la perspectiva de una compañía anónima, que simboliza a tantas otras que desaparecieron sin dejar rastro, nos relata el viaje que recorre un actor en la fracturada España de la posguerra. El resultado desborda el objetivo del costumbrismo para adentrarse en una reflexión profunda sobre la condición humana.
Después de visionar estos dos modelos, el panorama del oficio en el siglo XXI ofrecerá un presagio desalentador. Urge astillar el fotocall y resucitar al camarada Stanislavski, cambiar el gimnasio de moda por el libreto de Chéjov. Muchas de las películas fracasan porque tienen un serio problema en la elección de actores y una perjudicial especialización en repartos comerciales. Los nuevos actores quedan muy bien encuadrados en el cartel promocional, con los ojos azules en la impecable fotogenia de la primera comunión, pero les falta autenticidad, sustancia, carisma. Cuentan que la tercera vez que se casó uno de estos actores modernos, su mujer tardó más de dos años y medio en saber que eran marido y mujer. En cuanto nos descuidemos, a la primera actriz, durante la secuencia apoteósica de la película, se le rasgará sugerentemente un liguero de Adidas…
Guillermo T. Coyote
Fuente: Fotos Doctor Macro
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