viernes, agosto 14

Cartas desde París. Hoy Étoile y Champs Elysées.

Exigencias del guión obligan al viajero a perderse en el octavo arrondisment, pudiente y espurio, por sus comercios prêt-à-porter, residencias oficiales y visitantes de la jet set. No obstante, la exploración parte de la place de la Concorde, excitante rectángulo diáfano presidido por el bello obelisco de granito rosa con punteado dorado de 3.300 años de antigüedad obsequiado a París por el pachá egipcio Muhammad Alí en 1831.


La Concorde, que recibió su nombre tras el Reino del Terror de 1793, tiene en su memoria 1.393 decapitaciones. Aquí rodaron, por ejemplo, las cabezas de María Antonieta, Luís XVI, Danton o Robespierre. Al norte se encuentra La Madeleine, cercada con decenas de tiendas delicatesen entre las que destaca la legendaria Maxim’s.



A dos pasos de donde le rebanaron el cuello a Saint-Just, en el 55 de la rue Faubourg Saint-Honoré, se levanta el Palais du Elysée, habitado inicialmente por la marquesa de Pompadour, la emperatriz Josefina y, desde 1873, los presidentes de la República. Al entender del viajero, el único presidente reseñable fue Charles de Gaulle, autor del llamamiento a la Resistencia de la Francia Libre contra las fuerzas del Eje en 1940. Hoy el palacete es un inaccesible fortín, custodiado por atractivos guardias de gorra blanca.



La estela del glamour se extiende hacia el sur por la avenue de la Montaigne. Bulevar arbolado designado como escaparate por los modistos que más dinero estafan por sus diseños. Las firmas de moda más célebres del mundo muerden por un espacio en esta calle del lujo. Más interesante que seguir las manos que extienden cheques en las tiendas de ropa es observar a sus chóferes en las aceras, con trajes negros, corbatas estrechas y zapatos relucientes, fumar trujas al lado de sus vehículos de postín.



El viajero tiene el suficiente aguante para no lanzar un coctel Molotov y se aproxima al final de la calle para contemplar el Theatre de los Champs, recinto consagrado a la cultura que ha pasado a la historia por las innovadoras composiciones de Igor Stravinski y las exóticas actuaciones de la diosa Josephine Baker. Allá por la década de los 30, la Venus de ébano, nacida en San Luís (Missouri), emerge al escenario medio desnuda, pelo alisado y plumas a modo de taparrabos y sale a cuatro patas con las piernas rígidas y el trasero más alto que la cabeza después de una danza descomunal. El auditorio es un clamor. La Baker no sólo tiene en su haber la Legión de Honor por sus mensajes con tinta simpática enviadas en las partituras de sus canciones sobre los movimientos de la Wertmarch, también pasa a la posteridad por su lucha contra la marginación social.



El viajero prosigue su marcha ascendiendo los dos kilómetros arriba que le conducen al Arco del Triunfo. Por el camino descubre boutiques de bolsos, concesionarios de fórmula uno, heladerías, cines y también, por qué no decir, ancianas encorvadas que piden limosna entre tanto derroche.




Para terminar con el exceso, el viajero opta por digerir tanto sacamuelas con la visita al Le Boeuf Sur le Toit, sito en el 34 de la rue de Colisée, habitual posada de Leo Ferré, para quien el anarquismo era “la formulación política de la desesperación, y máximo testimonio del amor. Más que una doctrina, el anarquismo es una actitud”. Y después se abandona a una cerveza Doble tres, y respira el aliento contenido que Jean Seberg dejó Al final de la escapada, mientras voceaba por estas calles aquello de “¡International Herald Tribune!” con su voz aguda, su pelito corto y ese cuerpo suyo tan de pecado mortal…

Javier Rambert